Por Dr. Alfredo García Layana
Nos toca despedir a José Carlos Pastor y no es fácil. No porque él nos lo pusiera fácil en vida —al contrario, su exigencia académica y su humor mordaz eran bien conocidos por todos— sino porque su ausencia deja un vacío difícil de llenar en la Oftalmología y, especialmente, en el mundo de la Retina.
Catedrático, investigador incansable, azote de mediocres y referente internacional en Oftalmología.
El Profesor Pastor combinaba una mente brillante y un sentido crítico afilado. Fue mi maestro durante mi formación como MIR y mi director de tesis doctoral. Él encendió en mí la pasión por la investigación, y lo primero que aprendí como residente es que, si alguna vez creía que había tenido una idea brillante, bastaban cinco minutos con él para que descubriera dos cosas: que la idea no era tan brillante y que él ya la había pensado antes… y mejor. Para los que tuvimos la suerte de formarnos a su lado, su exigencia podía ser abrumadora, pero siempre iba acompañada de una generosidad intelectual sin límites. Nunca le molestaron las preguntas (solo las preguntas malas) y siempre encontraba la forma de hacerte pensar un poco más allá. Amaba la investigación con la pasión de quien sabe que la ciencia avanza a base de preguntas incómodas, aunque eso significara fastidiarle el día a más de un congresista con sus intervenciones quirúrgicamente críticas. Pero no todo era retina y perfluorocarbonos. También tenía un sentido del humor tan ácido que habría podido disolver una lente intraocular. Sus comentarios —siempre ingeniosos y nunca gratuitos— podían hacerte reír y temblar al mismo tiempo. Su capacidad para poner a cada uno en su sitio, sin perder la elegancia, ni la ironía, era legendaria.

El Profesor Pastor será recordado por muchos logros, pero quizás el que todos tenemos en mente es el de convertir la Oftalmología Vallisoletana en punta de lanza gracias a la fundación del IOBA. Pero el Profesor Pastor fue fundador de más cosas. Algunas tan desconocidas para muchos, como que fue uno de los fundadores de la Tuna de Medicina de la Universidad de Navarra, en 1971. Cuando yo me uní a esa misma Tuna de Medicina, años más tarde, escuchaba historias sobre un afinado lauz que se esforzaba en mantener el orden en su coche, que era el único coche que había en aquellos inicios. No podía ni imaginar que ese estudiante de Medicina del que me hablaban se acabaría convirtiendo en mi maestro y en una referente profesional durante toda mi vida.
Sería yo residente de cuarto año en Valladolid, cuando un día en el laboratorio de investigación me contó la leyenda de los caballos de las estatuas ecuestres. Si el caballo tenía una pata levantada es que el jinete había muerto por heridas de guerra, si tenía las dos patas delanteras levantadas es que el jinete había muerto en batalla. Entonces me dijo riéndose: «cuando yo me muera, quiero una estatua ecuestre y que el caballo tenga las cuatro patas levantadas, ¡a ver cómo lo hacen!» Ahí nos deja ese nuevo reto. Mientras tanto, en la SERV le otorgamos el año pasado el Primer Premio Excelencia SERV, en un emotivo homenaje que será recordado por todos cuantos estuvimos presentes.
Hoy lo despedimos con tristeza, pero también con gratitud. Porque su legado en la Oftalmología es inmenso, porque nos enseñó a pensar con rigor y, sobre todo, porque nos recordó que la ciencia necesita tanto del conocimiento como del carácter. Adiós, maestro. Seguiremos mirando la retina con tus ojos críticos… y tratando de evitar tus correcciones desde donde quiera que estés. Genio y figura…